Siempre ocurre que, de la nada sale así, de repente, como
asustada, como con ganas de devorarse la luz que persigue. Y vuela, da vueltas,
revoloteando con sus enormes o diminutas alas polvorientas alrededor del foco
pegado del techo. Yo me estremezco y brinco del susto. Si estoy en la cama me
arropo por completo y tiemblo. Si no, me acurruco en el suelo e intento no
gritar, cubriendo mi cabeza con mis brazos como si se tratase de una catástrofe
natural.
No estoy segura de qué es lo que temo. He llegado a pensar
que no es porque tenga el cuerpo cubierto de polvo, tampoco porque tenga alas.
Es más como el sonido que produce al volar, algo así como un parloteo, una
cháchara que no logro descifrar porque no está hecha de palabras. También he
pensado que puede ser su color opaco, gris, negro, o marrón. O tal vez, la
forma como vuela. Frenética, sin descanso. Es que se escabulle y se camufla con
tanta facilidad, y me desespera no encontrarla, porque me produce la sensación
de que cuando vaya a dormir, con la cabeza destapada, se me va a meter entre una
oreja.
Ese sonido es más similar a mi voz interior. Y vuela
ágilmente, así como mis pensamientos, se escapa, se pierde en quién sabe dónde.
No verla me da esa ansiedad que da cuando a uno se le olvida algo y quiere pero
no puede recordar. Ese color se asemeja mucho al color de ojos de aquellas
personas que he amado, y que me han hecho daño. Esas patas se ven tan frágiles,
tan fáciles de ser destrozadas.
La otra noche apareció. Salió de su escondite y se volvió a
esconder luego de un rato. Así pasó durante cuatro noches consecutivas. Luego
no volvió a salir. Creo que se dio cuenta de que la quiero muerta.
Creo que finalmente, no le temo a ella. Le temo
más a la proyección de mis miedos en un ser tan pequeño, tan insignificante.
Necesito mis miedos vivos, oscuros, polvorientos y frágiles, para poder ir a
dormir.