La ciudad se alza sobre el horizonte, fría y gris, con un
manto de algodón dulce encima de sus rascacielos, algodón dulce de lluvia
ácida. Los autos van y vienen, de prisa en cuanto pueden, atascados unos tras
otros. Las multitudes aceleradas cruzan por los semáforos con afán y con un
ansia, como si la vida se fuera a desvanecer justo allí. Cada paso es un ensayo
para no errar el siguiente, pero todos son ensayos fallidos y la asertación no
es más que una ilusión, como cuando uno camina sin mirar sus pies, sin saber en
dónde pisa. El pavimento se convierte en una tumba de esos pasos; el cadáver
del tiempo enterrado bajo los escombros de la memoria. Ya no hay atardecer, se
ha perdido tras los edificios, tras el concreto que nos separa unos a otros. Por
eso veo el horizonte y su alterada silueta, llena de vacíos, de espacios
negros, de ventanas, para no pensar demasiado en el paso a paso, en el segundo
y sus milésimas. Corremos tras el siguiente segundo sin pensar que, algún día
ése segundo será la extinción del oxígeno y retornaremos a lo que siempre
fuimos: la arena del reloj que baja incontables veces.
Natalia D.
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