¡Bienvenido!

"Siente el océano de sombras, escucha las melodías del viento, y deja que el arrullo de las estrellas te envuelva con su manto de misterio."

jueves, 12 de enero de 2012

NEFELINES


Me había vuelto muy callada, tal vez por el asunto de que he llegado a sentir una aversión visceral por las palabras dichas, por sus dobles (o múltiples) sentidos, y la ambivalencia que les atañe, por su simple existencia. Me la pasaba en la biblioteca, leyendo de cuando en cuando algún libro de poesía española, Bécquer, siempre ha sido mi preferido. Pero no son palabras dichas, son escritas, y yo soy libre de interpretarlas, en la cúspide de todos mis silencios, privados, obsoletos y nunca vistos por nadie. Otras veces me hallaba, solo escribiendo, cuando la inspiración era suficiente, y los dolores del alma hacían fila india para colarse entre letras.

Escribir es como... una orgía de sabores y aromas, que desgarra a jirones todo lo que hay en mí, no precisamente en mi interior, sino mas bien en el exterior; mi carne, mi piel que encubre estremecidos músculos, todo aquello, vehículo del espíritu, si algo así existe (en mí).

Nadie me observaba, éramos los libros y yo, en perfecta armonía, aunque a veces me sentía rodeada de rostros desconocidos. Había un hombre de unos treinta y pico, piel blanca y cabello oscuro, que siempre se sentaba los viernes, en el mismo sitio, en la misma sala que yo frecuentaba. De cuando en vez, cruzábamos una mirada. A cierta distancia prudente, pero la suficiente para identificar ese oscuro color de sus ojos, casi negro, y clavaba sus pupilas en las mías, como queriendo saber algo... algo más de mí. Me parecía misterioso, y debo confesar que, sentía algo de temor por esa mirada penetrante. Pero algo había en él que me atrajo demasiado. Nos mirábamos.

Uno de esos viernes, lo recuerdo particularmente porque, llegué a la sala de lectura, y él estaba allí. Cuando se percató de mi presencia, me miró, hizo ademán de pronunciar una palabra, pero no pudo, así que se puso de pie, dio unos pasos en mi dirección, y yo me quedé inamovible en mi silla, esperando que manifestara algo desde sus labios. Cuando estuvo a dos pasos de distancia, se detuvo, me miró, estiró el largo brazo, y en su mano tenía una hoja cuidadosamente doblada. Me la entregó. Se quedó unos segundos a mi lado, pero yo no podía musitar palabra. Tomé la hoja, la miré, lo miré luego a él, se dio vuelta hacia su puesto para recoger sus cosas, y se fue.

Me quedé pensando si abrir o botar el papel. Hasta que una fuerza involuntaria me forzó a abrirlo. Tenía escrito en letra muy bonita "Alberto - 320 394 05 67... Estaré pendiente". Mi corazón estaba a mil. Arrugué la hojita, con fuerza, en mi mano derecha, y la dejé sobre la mesa. Es otro de esos imbéciles que esperan pacientes que uno dé el primer paso. Si quiere, que me hable él. No puede ser, además, que yo venga a la biblioteca, intentando escapar de ese mundo banal, que hasta aquí viene por mí, persiguiéndome en cada rincón.

Pasaron dos semanas y no volví a ver a Alberto. Supuse que estaba sentado en un sillón de su casa, fumando un cigarro, con la luz apagada y esperando mi llamada. ¡JA! No podría llegar a tal grado de idiotez.

El último viernes que puedo recordar, de aquellos lóbregos días, es el más extraño de todos. Saliendo de la biblioteca, a la hora que cerraban, porque el celador me tuvo que sacar, vi a Alberto en la esquina, comprando algo al señor de los dulces. Me hice la idiota y crucé la calle, para no tener que pasar a su lado. En el preciso instante en que pasé al otro lado, él me miró, y yo me hice la que no me di cuenta. Seguí caminando, de hecho me tocaba caminar unas 12 cuadras para conseguir transporte.

Eran las 8pm, y las calles estaban muy solas por ese sector. Hacía mucho frío, y tapé mi rostro con la bufanda, las manos entre los guantes. Sentía una incomodidad terrible, como si algo estuviera por ocurrir, inevitablemente. A las dos cuadras empecé con el delirio de persecución. Cuando volteé a mirar, me di cuenta que no era delirio. Él venía a tan solo unos pasos de distancia. Me detuve en seco. Me alcanzó, y se me puso en frente. No sé cuánto tiempo nos miramos, pero yo estaba temblorosa y con mucho miedo. Hasta que me habló.
-       Hola. Perdona la intromisión, que te siga, pero… estaba esperando que llamaras y decidí venir a buscarte. Lo siento si te asusté, no tengo malas intenciones…
-       Descuida… no pensé en llamarte, la verdad no suelo hablar mucho por teléfono, ni en persona… pero ya que insistes, acompáñame a la parada del bus.
-       Está bien.

Hablamos de su vida, de mi vida, y en segunda impresión, no me pareció alguien con malas intenciones. Insistió en acompañarme hasta mi casa. Hablamos todo el camino, y eso es algo raro en mí, que hable, con alguien que acabo de conocer, pero ya era hora de dar término a mi huraño silencio. Él me pareció interesante, me habló de filosofía, de literatura, de sociedad… temas que me llegaron. Tuvimos una conversación interesante, hasta nos reímos.

Llegamos a uno de esos callejones oscuros, por donde hay que pasar, obligatoriamente, para llegar a mi casa desde la parada del bus, y me tensioné bastante. Apresuré el paso. De la otra esquina salieron dos tipos, muy grandes, Alberto y yo nos quedamos quietos, petrificados de miedo. Los sujetos se acercaban rápidamente a nosotros. Tardé unos segundos antes de comprender la situación, pero lo supe, supe que el peligro era inminente. De inmediato saqué de mi cartera el paraguas. Cuando los tipos estuvieron a dos metros, nos pusimos a la defensiva, pero era demasiado tarde.

Uno de ellos, el más alto, traía las manos en los bolsillos, como despreocupado. El otro, el más corpulento, sacó de la parte trasera de sus pantalones, un arma de fuego, que al verla, me paralizó de terror. Mi paraguas calló, sin más remedio, a mis pies, igual que la cartera. El más alto se encargó de Alberto, medía como 1.90cm. Lo empujó, apartándolo de mí, y sin decir nada, lo aprisionó contra la pared, amenazándolo con un enorme cuchillo que sacó de algún lugar, sin darme cuenta. –Si se mueve lo mato papito, así que estese bien quietico y sin joder, porque ella lleva mal… pilas-
Mientras tanto, el gordo se quedó viéndome, examinándome de arriba abajo, detenidamente. – Qué dulzura me encuentro, no sé qué puede hacer una niña tan linda a esta hora y en este lugar- Y tomándome fuerte de los brazos, me tiró al suelo, con cuidado de no lastimarme demasiado. Caí boca arriba. El piso estaba frío, pero seco, no había llovido en los últimos dos días, por fortuna. El terror pronto se convirtió en una emoción extravagante, y comencé a sentirme demasiado acalorada. El tipo me acarició el rostro, como si fuera su muñeca, y luego metió su mano regordeta por debajo de la blusa, tocando mis senos por debajo de la ropa interior. No distinguía muy bien sus facciones porque estaba oscuro, pero pude ver muy bien sus ojos verdes oscuros, y las pupilas dilatadas. Su aliento a nicotina, nunca lo podré olvidar. Yo no podía ni gritar, no pude decir nada.

En un momento volteé a mirar hacia Alberto, mientras el grandulón lo molía a golpes contra la pared. Sentí lástima, pero pensé que lo merecía de algún modo, por no ser capaz de protegerme. En ese preciso instante, el gordo bajó como con desespero mi pantalón, hasta la altura de los tobillos. Primero restregó todo su cuerpo contra el mío, dándome asquerosos besos, y pude sentir como se le ponía duro, en mi vientre. No opuse mayor resistencia, por miedo a que me lastimara demasiado. Me porté bien, así como les gusta.

La penetración fue de lo más brusca y violenta. Recuerdo el peor dolor de toda mi vida, además porque lo tenía bien grande. Se lo sacó y sin dudarlo lo fue metiendo, después de abrirme las piernas a las malas. Una lágrima rodó por mi mejilla, pero eso fue todo. No le di el gusto de gritar de dolor, ni un solo gemido, nada. Me sostuvo todo el tiempo de los brazos, mientras se deleitaba en mis entrañas. Mi silencio fue el más sepulcral de toda mi vida, y eso parecía no incomodarle. Me haló del cabello cuando estuvo a punto de acabar, y sin decir más detalles, se vino adentro de mí, convulsionado de mórbido placer. Mientras, yo simplemente veía sus enormes pupilas negras, y callaba todo lo que mi alma exclamaba a gritos, muy dentro de mí. Perdí la cuenta de los segundos, sólo sé que pareció una eternidad, muy amarga.

Luego, cuando todo concluyó, los dos asquerosos se retiraron, a plena carcajada y sudorosos por el esfuerzo de cada uno. Yo me quedé tirada en el suelo, sin mover ni un dedo, hasta que Alberto, como pudo, molido del dolor, se me acercó y me ayudó a levantar.

Él, lloraba mares, en su angustioso dolor. Me miraba como pidiendo perdón, por algo que nunca me hizo. Pobre. Vino conmigo a casa. Me abrazó toda la noche, y mis brazos yacían en el vacío, ingrávidos. Una voz interna me dijo: das por hecho que te conoce porque vio tu sonrisa, y sabe tu nombre. Pero solo conoce tu cara amable. Lo peor de ti yace inmóvil, tras tu mirada y tus labios cerrados.

Ver cómo las madreselvas se devoran todo cuanto vive, y va muriendo. Dolores insondables se apoderan de las noches, y justo antes de la tenue aurora, el corazón descansa en plácido sueño, a veces turbado por la más dulce pesadilla, la de clavarle un cuchillo repetidas veces en el rostro, hasta que no queda nada más que ver, sólo sangre y trozos de inescrupulosa humanidad. Desollando demonios, ultrajando súcubos en mi lamentable oscuridad.

Tiempo después nos vimos. Manteníamos una complicidad difícil de conseguir, hablábamos seguido por teléfono, y el día que nos encontramos, fuimos hasta mi casa. Tomamos una copa de vino, y se quedó toda la noche conmigo, despierto, cuidando de mi vigilia. Me miraba con calidez, como quien conoce tus peores secretos, y aún así, daría la vida por ti.
Es como si él hubiese tenido que encontrarme, para cuidar de mi dolor, para acompañarme por el valle de sombras al cual, quizá, siempre estuve destinada.  

-Alberto, por favor, no te vayas…-


Natalia Duque D.